Como buen millennial de familia norteña, crecí con la idea de que los sueños, según Disney, se hacen realidad, y según la religión católica —con la que fui educado de pequeño—, si no estaban alineados con los dictados de la iglesia, no eran dignos de “un hombre de bien”. Esta combinación no dejó mucho espacio para que me permitiera soñar con escenarios que, hoy como adulto, puedo ver con otros ojos y desde perspectivas completamente distintas.

Con el tiempo, los sueños que tenía comenzaron a dividirse: algunos se convirtieron en realidad, mientras que otros mutaron en pesadillas vividas en carne propia. Ser freelancer en la inmensa metrópolis que es la Ciudad de México tiene su propio encanto agridulce. Es una experiencia que, para muchos que llegan con la esperanza de cumplir sus sueños, puede devorarlos y pulverizarlos, dejando como única opción regresar a la provincia para enfrentarse a una vida incierta, sin una idea clara de cómo revivir esos sueños.

No digo que los sueños sean algo imposible de alcanzar; más bien, creo que son motivaciones que a menudo parecen lejanas y coloridas, casi como cuentos de ficción. Sin embargo, muchos de ellos tardan años en volverse realidad, porque simplemente no estamos listos para que formen parte de nuestra vida en el presente. Hoy agradezco profundamente que varios de mis sueños no se hayan cumplido en el momento en que los deseaba. No habría podido disfrutarlos como lo hice cuando, años después, aparecieron en mi camino de maneras completamente inesperadas.